Me gustan los días de lluvia. Las tardes tirada en el sofá con una manta sobre las piernas, sin peinar y con una bolsa repleta de golosinas. Sé que tengo un problema con esos pequeños y dañinos dulces, pero las drogas son eso: inevitables. Tenía muchas cosas en las que pensar, demasiados frentes abiertos, muy poco tiempo libre y unos ojos color café que no conseguía olvidar de ninguna de las maneras... Aun así, me puse unas medias caladas, cogí el vestido con más flores que había en mi armario, y salí a despedir al sol en aquella tarde tan desapacible. Los finales salados siempre son los mejores, por eso sin duda, me dirigí hacia el mar: siempre me gustaron los atardeceres, y mucho más desde que había cambiado mi hogar.
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Hay días dispersos en los que tu mente vaga de un recuerdo a otro, de una persona a otra. Recreas conversaciones, sentimientos, sensaciones, pensamientos... Vuelvo a ver esos ojos de agua frente a mí y vuelvo a sentir la suavidad de sus labios que siempre me envuelve. Esa, sin duda, es la imagen que siempre me hace dormirme: la calidez de su boca atrapando la mía, la fuerza de su abrazo al estrecharme contra él, sus ojos llenos de agua turbia que por más que lo intente nunca llego a descifrar. La calma, la confianza, la paz que me da su torso desnudo pegado al mío. Sus manos siempre impacientes... A veces no somos conscientes de nuestra fortuna, aunque solo sea a momentos. Pero indudablemente, no cambiaría ni uno solo de esos instantes efímeros en los que su piel se une a mí. Cortos, intensos, limitados y anhelados... Podría describirlo de mil maneras, pero quiero quedarme solo con sus labios. Nunca nadie me había besado con esa ternura que sin decir nada, demuestra todo....