Todo
comenzó ese día, un lunes, 4 de noviembre de 1946. Me hallaba curando a
un soldado herido de bala, que por desgracia había perdido una pierna y
deliraba, pobre mío, gritando que asaltaban el convento. En ese momento
llegaron noticias de que el buque mercante “Tacoma” echaba anclas en la
cuidad. ¡Cuán alboroto se formó entre las chicas! ¡Todas querían ir al
muelle a ver bajar a sus pasajeros! Reconozco que a mí también me
invadió la emoción de ver caras nuevas tras tanta desgracia. Y como
muchachita que era, soñaba con, algún día, conocer un apuesto marinero
que tocara a mi puerta cuando volviera del viaje. Que me escribiera
cartas de amor y me enviara flores desde la otra punta del océano.
Sueños de chica joven nada cuerda, tan poco como para elegir ser
sanadora en estos tiempos de locura…
Y llegó el día. El esperado día de la llegada del buque a la costa. Mis compañeras andaban alborotadas terminando el trabajo y conversando sobre el atuendo que se pondrían para recibirlos. Y yo, sin apenas darme cuenta, andaba igual de nerviosa que ellas, procurando dejar todo terminado para poder salir sin demora y ponerme mi vestido azul que guardaba para las ocasiones especiales.
Era sencillo, muy sencillo. Con enagua blanca y manga corta ribeteada. Cuello de pico y unas flores bordadas al final de la falda. Adoraba aquel vestido, y el mimo con el que lo tejí pensando en estrenarlo. Había elegido cuidadosamente los hilos de aquel bordado, y había invertido muchas noches después de llegar del sanatorio para acabarlo. ¡Cuán era mi alegría al verlo terminado y tan elegante! ¡Cualquiera diría que era de familia noble! Y esa, la llegada del buque, era la ocasión perfecta para estrenarlo. Llegué a casa apresurada, pues mi afán de buen hacer me había demorado más de lo debido con un paciente, y contaba con los minutos apretados. Me lavé y me perfumé con mi pequeño frasquito de lilas, regalo de mi abuelo cuando volvió del mercado un día, y que tanto atesoraba, y me coloqué tan preciosa prenda. Busqué mis pequeños taconcitos de nácar y recogí mi brillante melena morena en una coleta alta decorada con un lazo de raso. Mi flequillo siempre acababa tomando su propio rumbo, y los cabellos de alrededor de mi rostro seguían su ejemplo, pero la emoción del momento me impedía enfadarme por ello. Cogí rápido mi pequeño bolso de mano y salí apresurada a la calle, donde me esperaban mis compañeras.
Entre risas y ensoñaciones llegamos al puerto. Yo con las lágrimas saltadas por las ocurrencias de estas chicas, y alguna de ellas bailando de júbilo. No tuvimos que esperar mucho, al poco de llegar, bajo la atenta mirada de las muchas personas que allí se congregaron, unos marineros hicieron bajar el pasadizo que daba acceso al barco.
Y sin saber por qué, por un segundo, yo dejé de respirar.
Los marineros iban bajando la pasarela, sonrientes, conversando entre ellos, y las chicas aplaudían entusiasmadas. Fue en ese preciso instante cuando mis ojos se posaron en los suyos. Y fueron los dos segundos más largos y la vez más cortos de mi vida: era de piel morena, acariciada por los rayos de sol, con cabello corto y brillante que asomaba debajo de su gorra, sonriente y abochornado por el alboroto. Con pantalón blanco impoluto y chaqueta azul marino llena de galones bajaba del barco el oficial a cargo.
Cuando estaba a escasos pasos de mí, me sonrió, hizo un ademán de quitarse la gorra y, sin poder controlarlo, un rubor excesivo recorrió mi rostro mientras le observaba. Un extraño cosquilleo atravesó todo mi ser mientras le seguía con la mirada en su camino hacia el pueblo. Las chicas, que no se habían percatado de nada, llevadas por la emoción, planeaban ir a tomar un refresco, y yo, que no sabía explicar lo que acababa de ocurrir allí mismo, también me uní.
Este es el prólogo de lo que comienza como una gran aventura. Quizás me venga grande, o quizás vea la luz algún día, pero, sin duda alguna, pondré toda mi ilusión en ellas, las "Cartas a mi oficial" que, un día 1 de marzo, invadieron mi mente para saltar a mis palabras.
Y llegó el día. El esperado día de la llegada del buque a la costa. Mis compañeras andaban alborotadas terminando el trabajo y conversando sobre el atuendo que se pondrían para recibirlos. Y yo, sin apenas darme cuenta, andaba igual de nerviosa que ellas, procurando dejar todo terminado para poder salir sin demora y ponerme mi vestido azul que guardaba para las ocasiones especiales.
Era sencillo, muy sencillo. Con enagua blanca y manga corta ribeteada. Cuello de pico y unas flores bordadas al final de la falda. Adoraba aquel vestido, y el mimo con el que lo tejí pensando en estrenarlo. Había elegido cuidadosamente los hilos de aquel bordado, y había invertido muchas noches después de llegar del sanatorio para acabarlo. ¡Cuán era mi alegría al verlo terminado y tan elegante! ¡Cualquiera diría que era de familia noble! Y esa, la llegada del buque, era la ocasión perfecta para estrenarlo. Llegué a casa apresurada, pues mi afán de buen hacer me había demorado más de lo debido con un paciente, y contaba con los minutos apretados. Me lavé y me perfumé con mi pequeño frasquito de lilas, regalo de mi abuelo cuando volvió del mercado un día, y que tanto atesoraba, y me coloqué tan preciosa prenda. Busqué mis pequeños taconcitos de nácar y recogí mi brillante melena morena en una coleta alta decorada con un lazo de raso. Mi flequillo siempre acababa tomando su propio rumbo, y los cabellos de alrededor de mi rostro seguían su ejemplo, pero la emoción del momento me impedía enfadarme por ello. Cogí rápido mi pequeño bolso de mano y salí apresurada a la calle, donde me esperaban mis compañeras.
Entre risas y ensoñaciones llegamos al puerto. Yo con las lágrimas saltadas por las ocurrencias de estas chicas, y alguna de ellas bailando de júbilo. No tuvimos que esperar mucho, al poco de llegar, bajo la atenta mirada de las muchas personas que allí se congregaron, unos marineros hicieron bajar el pasadizo que daba acceso al barco.
Y sin saber por qué, por un segundo, yo dejé de respirar.
Los marineros iban bajando la pasarela, sonrientes, conversando entre ellos, y las chicas aplaudían entusiasmadas. Fue en ese preciso instante cuando mis ojos se posaron en los suyos. Y fueron los dos segundos más largos y la vez más cortos de mi vida: era de piel morena, acariciada por los rayos de sol, con cabello corto y brillante que asomaba debajo de su gorra, sonriente y abochornado por el alboroto. Con pantalón blanco impoluto y chaqueta azul marino llena de galones bajaba del barco el oficial a cargo.
Cuando estaba a escasos pasos de mí, me sonrió, hizo un ademán de quitarse la gorra y, sin poder controlarlo, un rubor excesivo recorrió mi rostro mientras le observaba. Un extraño cosquilleo atravesó todo mi ser mientras le seguía con la mirada en su camino hacia el pueblo. Las chicas, que no se habían percatado de nada, llevadas por la emoción, planeaban ir a tomar un refresco, y yo, que no sabía explicar lo que acababa de ocurrir allí mismo, también me uní.
Este es el prólogo de lo que comienza como una gran aventura. Quizás me venga grande, o quizás vea la luz algún día, pero, sin duda alguna, pondré toda mi ilusión en ellas, las "Cartas a mi oficial" que, un día 1 de marzo, invadieron mi mente para saltar a mis palabras.
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