Sí, lo sé. Soy un puto desastre. Pero un desastre bonito.
Me paso el día viajando en un coche de un trabajo a otro. No tengo tiempo de ver a mis amigos, y apenas unos minutos para charlar por teléfono. Acabo el día con un millón de whatsApp sin leer, que luego doy por leídos y no me entero de nada.
A veces me da por llorar, mucho. De la presión, de los agobios, del no tener tiempo. ¿A quién se lo cuento? Ya a nadie. Supongo que volver a ser la que era antes tendrá sus ventajas. La parte buena de no contar tus cosas es que puedes hacer como que no te pasa nada y nadie se enterará. La parte mala... bueno, se soluciona siempre con agua salada.
Ya he decidido dejar de preocuparme por quien no se preocupa por mí. He decidido dejar de estar encima de la gente que ni siquiera me pregunta cómo estoy. A veces una también se cansa de dar sin recibir. El corazón necesita recargar amor para poder seguir dándolo.
Vuelvo a ser como el viento que va de aquí para allá. Sin más, sin menos.
Y sí, quizás nadie nunca llegue a soportar este caos que soy, pero ya no me importa. De repente un día te levantas y todo lo que ayer era prioritario hoy ha dejado de serlo: Personas, cosas, lugares...
A veces las personas sanamos con el tiempo. Yo sano con los viajes.
Ya hace un tiempo aprendí a quererme por encima de todo. Hoy, cansada y destrozada anímicamente, le digo hola a la chica que me devuelve la mirada triste delante del espejo, sabiendo que las decisiones importantes siempre traen cambios grandes, pero en su mayoría para bien.
Hola chica de los ojos vidriosos, tu y yo contra el mundo, ¿vale?
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