Fueron 9 palabras las causantes de aquel golpe de realidad que yo intentaba, sin darme cuenta, no ver: "Te echo de menos chica de la risa infinita".
¿Cuánto tiempo hacía que no me reía? Mucho, demasiado. Y eso no es algo usual en mí. Si mal no recuerdo, desde el último fin de semana de febrero: Carnaval.
Hace mucho tiempo que no me río, y también que no duermo, apenas unas 3 ó 4 horas al día. Sobrevivo en un estado de cansancio que intento no ver ni mostrar. No están siendo unos días fáciles. ¿Días? Meses.
Coronavirus se llama el bicho.
Soy enfermera y siempre me ha apasionado mi trabajo. Nunca me ha pesado ir a trabajar porque para mí es un placer pasar las horas infinitas en el hospital cuidando de mis pacientes. Ahora, desde mediados del mes de marzo, ya nada es como antes.
Aún recuerdo el primer día que entré en contacto con el famoso virus. La tarde antes mi amigo me había hecho unas pantallas con la impresora 3D para protegerme, aunque yo no era demasiado consciente de a lo que me enfrentaba. 
Era el 1 de abril y comenzaba un largo contrato en la planta de los Covid-19 positivos. Esa noche no pude dormir, tampoco sabía todavía que ya no volvería a dormir como antes.
Me levanté a las 6 y media, me vestí y cogí el coche. Nunca un camino se me había hecho tan corto. Aún no lo sabía, pero no quería llegar. Cuando me faltaban unos pocos kilómetros, mis ojos se inundaron de lágrimas, de miedo. Un miedo que no quería ver y que se estaba apoderando de todo mi cuerpo, tanto que me pasé incluso la salida de la autovía a pesar de haber ido mil veces a aquel hospital. Me convencí a mí misma de que no debía llorar, de que todo iba a ir bien y aquello no era para tanto, y aparqué el coche. Me temblaban las piernas, me sudaban las manos, y mis ojos continuaban anegados en lágrimas que intentaba que no se derramasen. Quizás porque sabía que una vez que saliera la primera iba a necesitar un buen rato para poder cortar tan enorme cauce.
Y respiré. Y cogí mi bolso con el uniforme y me adentré en aquellas enormes puertas de cristal.
Podía esperarme cualquier cosa menos lo que encontré allí. Cruzar las puertas de la planta fue como adentrarse en una pesadilla de la cual sabes que no vas a salir airoso. Plásticos, tensión, miedo, seriedad. Ni una sola sonrisa, ni una sola broma.
Más pacientes de los que esperaba, y más tristeza de la que era capaz de sobrellevar. Nada más coger el relevo nos cuentan que han fallecido 3 en la noche. Tres personas que acababan de perder la vida, y una cuarta que iba a perderla minutos después. Tres más fallecieron en la mañana...
¿Cómo se digiere esta situación? A mí, que nunca se me había muerto un paciente por más horas de UCI que acumulaba a las espaldas, ya estábamos hablando de más de uno en la mañana, y de dos...
Fue un día muy largo en el que tuve que aprender a protegerme con materiales que gente de buen corazón nos había donado, que aún a día de hoy es lo que seguimos teniendo, y por suerte. No lo recuerdo como un mal día, pero si como uno de los más duros de mi vida. Porque, aunque suene frívolo y horrible, lo peor no eran tantas muertes, sino tantas horas debajo de unos plásticos que no nos dejaban respirar, unas gafas empañadas que impedían ver con el consiguiente agobio, y que dejaban marcada nuestra frente y tabique nasal, un pijama empapado en sudor que luego nos traería un tremendo resfriado... Recuerdo que nada más ponerme el EPI me vino una sensación de mareo que pensaba que me iba al suelo. Mi compañera debió de notarlo porque rápidamente me dijo que pensara en otra cosa, que sacara mi mente del aquel disfraz del demonio. Aquel día fueron 4 horas ininterrumpidas debajo de aquellos plásticos. En muchas ocasiones pensé en quitármelo todo y salir corriendo de allí. Era algo insoportable, inhumano. Pero si pensaba en mis pacientes, ellos no lo merecían. Y así pasó mi primer día; con 7 compañeras/os estupendos que, aunque se intuía su bondad, solo podían reflejar miedo y agobio en sus caras. 
Llegan las 8 de la tarde, y tras dar el relevo haciendo un recuento de muertes (frívolamente, como si fueran 4 pollos que se ponen a asar, hablamos de muertes sin ser conscientes de lo que significa, como si no fuera lo que son,  porque bastante tenemos ya con la presión que soportamos).
Y tras esto, una hora después de lo que debería por el cambio de vestuario, desinfección, y más miedo, me monté en el coche para dirigirme a casa. Y la sensación al sentame frente al volante fue como si el mundo se acabara. Solo quería llorar. Ni siquiera quería llegar a casa, pues a ello se sumaba también la presión ante un posible contagio hacia mi familia por mi parte. 
Y así un día, y otro, y otro más. Y ya no había sonrisas que acompañaran a tan familiar "buenos días". Ni bromas, ni anécdotas. Ni experiencias ni viajes, ni sueños. Había silencio, y mucho miedo.
Y hoy, pasado un mes, y tras estas 9 palabras aparecidas de repente en mi teléfono, viniendo de alguien a quien quiero mucho, me duelen.

¿Cómo me siento? Aún hoy no me he dado la oportunidad de saberlo...

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