Era un turno bastante ajetreado, de los míos. Corriendo de un lugar a otro sin parar, entre analíticas, vías, medicaciones, pruebas e ingresos a los que no daba abasto. Cuando de repente llegó un mensaje suyo preguntándome si bajaba a comer, que él estaba tranquilo. Obvia era la respuesta, así que se ofreció a traerme el almuerzo. Y esa, es la imagen que nunca podré quitar de mi mente: ese chico guapo a rabiar, con la tranquilidad y la calma de un atardecer en la playa, allí plantado con su mayor sonrisa, y mi almuerzo. En medio de un caos de médicos, enfermeras y auxiliares corriendo sin parar de lugar a otro. Con esa sonrisa que hace que todo el mundo desaparezca a su alrededor, allí de pie, buscándome para que al menos comiera algo. 
Recuerdo que se pasaron dos opciones por mi mente: besarlo o tortearlo para que viera en el Vietnam en el que estaba metido con esa tranquilidad tan pasmosa. Le sonreí, le di las gracias con todo mi corazón. Le miré a los ojos un instante y lo supe: ese fue exactamente el momento en que me enamoré de él.
Allí, delante de mi, tenía todo mi mundo.

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