CREO QUE FUERON TUS MANOS
Siempre me ha gustado buscar un brillo especial en los ojos, u oir la dulzura de ciertos tonos de voz. El placer de contemplar algunos andares callejeros y descubir sonrisas torcidas. Nunca he comprendido del todo cómo alguien puede enamorarse sólo de un aspecto físico y además de manera instantánea. Tengo una amiga que estudiaba los hombros de los chicos que le gustaban, y los tenía medidos, y sin verle siquiera la cara sabía que le gustaba el chico con solo ver su espalda. Y a mí me parecía ciencia ficción.
Pero luego llegaste tu, y realmente comprendí a lo que se refería ella. Y esque en mi caso, me enamoré de tus manos. Tu mirada llegó antes, pero tus manos fueron la razón definitiva.
Porque fue tu mano la que me tocó durante una milésima de segundo la primera vez que quedamos, sin querer, sin darte cuenta, fugaz y chispeante. Nerviosa. Pero noté las trazas de tu tacto como si hubiesen sido lentas y claras sobre mi piel. Fue la primera vez que me tocaste, y eso es algo que jamás olvidaré. Creo que si realmente me fijo, sigue tu roce tatuado en ese sitio, en mi piel.
Fue tu tímida mano derecha la que agarró la mía izquierda esa noche cuando salimos a cenar por primera vez. Encajaba perfectamente con la mía y me acariciaba lentamente con el pulgar. Sentí más vivo que nunca el dorso de mi mano, cada vena, cada pulsación, cada pelo que se ponía de punta, como si fuese fuego y a mí no me importase arder para siempre.
Fueron tus manos las que me agarraron la cabeza y se mezclaron hasta derretirse con mi pelo la primera vez que nos tuvimos cerca, reduciendo el poco espacio que ya había de por sí a escasos milímetros. Y digo milímetros porque no conozco medida más pequeña. Aquella vez que sentí que iba a explotar por dentro y que mi cabeza se mareaba de la felicidad. Aquella vez.
Fueron esos dedos tuyos los que jugaron con mi pelo esa noche que me recogiste por primera vez, y yo no quería que parases. Habría estado por siempre en tu coche si supiese que a cambio jamás dejarías de enredarme.
Tus manos fueron las que, con un gesto de despreocupación, me enseñaron que a veces en la vida es necesario lo supérfluo. Que sino la carga se hace demasiado grande. Que hay momentos en los que hay que reír a carcajada limpia aunque toque llorar.
Son ellas las que me acarician hasta cansarse cada vez que te tengo cerca, aquellas que al mínimo roce hacen que todo mi cuerpo tiemble, de los pies a la cabeza, y de la cabeza a los pies. Como una explosión, como la calma que precede la tempestad.
Y fue ahí cuando comprendí, que me había enamorado del roce de tus manos....
Pero luego llegaste tu, y realmente comprendí a lo que se refería ella. Y esque en mi caso, me enamoré de tus manos. Tu mirada llegó antes, pero tus manos fueron la razón definitiva.
Porque fue tu mano la que me tocó durante una milésima de segundo la primera vez que quedamos, sin querer, sin darte cuenta, fugaz y chispeante. Nerviosa. Pero noté las trazas de tu tacto como si hubiesen sido lentas y claras sobre mi piel. Fue la primera vez que me tocaste, y eso es algo que jamás olvidaré. Creo que si realmente me fijo, sigue tu roce tatuado en ese sitio, en mi piel.
Fue tu tímida mano derecha la que agarró la mía izquierda esa noche cuando salimos a cenar por primera vez. Encajaba perfectamente con la mía y me acariciaba lentamente con el pulgar. Sentí más vivo que nunca el dorso de mi mano, cada vena, cada pulsación, cada pelo que se ponía de punta, como si fuese fuego y a mí no me importase arder para siempre.
Fueron tus manos las que me agarraron la cabeza y se mezclaron hasta derretirse con mi pelo la primera vez que nos tuvimos cerca, reduciendo el poco espacio que ya había de por sí a escasos milímetros. Y digo milímetros porque no conozco medida más pequeña. Aquella vez que sentí que iba a explotar por dentro y que mi cabeza se mareaba de la felicidad. Aquella vez.
Fueron esos dedos tuyos los que jugaron con mi pelo esa noche que me recogiste por primera vez, y yo no quería que parases. Habría estado por siempre en tu coche si supiese que a cambio jamás dejarías de enredarme.
Tus manos fueron las que, con un gesto de despreocupación, me enseñaron que a veces en la vida es necesario lo supérfluo. Que sino la carga se hace demasiado grande. Que hay momentos en los que hay que reír a carcajada limpia aunque toque llorar.
Son ellas las que me acarician hasta cansarse cada vez que te tengo cerca, aquellas que al mínimo roce hacen que todo mi cuerpo tiemble, de los pies a la cabeza, y de la cabeza a los pies. Como una explosión, como la calma que precede la tempestad.
Y fue ahí cuando comprendí, que me había enamorado del roce de tus manos....
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