Tengo casi 25 años, y este año he roto todas las cuerdas que limitaban mi vida. He buceado en conversaciones que prometen mucho y no dan nada. He querido creer promesas que desde una legua se veían vacías. He aprendido a decepcionar a mis padres para satisfacerme a mí misma. He trasnochado lo inimaginable. Me he humillado mandando ese último mensaje y me he arrepentido después. He aceptado que la desilusión forma parte del corazón de los que alguna vez amaron, y que el encariñarse demasiado rápido da lugar a dolores de cabeza inmerecidos. He madurado de golpe muchas veces, a base de estacadas. No quiero tener una relación, me sobra con la que tengo conmigo misma. Ya no se lo que significa tener un novio, y me asusta la idea de que aparezca sin previo aviso. Los años me han llevado a abandonar algunas de esas amistades que algún día consideré inseparables, y a entender que la lealtad no es cuestión de tiempo, si no de hechos. He tenido tiempo de soldar las amistades que aun me quedan, haciéndolas inmortales. Sigo odiando a muerte los domingos, y me encanta salir a cenar los sábados. Nunca abandonaré los postres, aunque he racionado el azúcar. Me encanta leer y no duermo sin un libro sobre la almohada. No soy guapa ni tengo medidas perfectas, pero tampoco me importa. No necesito contentar a nadie. Me gustan los días improvisados y no tener que preocuparme por lo venidero. Seguramente no he cumplido ni la mitad de sueños que tenía a los 8 años, pero me gusta lo que soy, y no hay proyecto más justo que ése. 

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